miércoles, 16 de diciembre de 2015

La Huerta

Otoño sombrío desmenuzó La Huerta,
torrenciales de limón, lluvias amarillas.
Soledades que, con su aliento cerca,
congelaron con presto fulgor la hierba,
que a mi entender, picada fue por los cantores.

Arreció el invierno con mensajera
la nieve, caudal blanquecino,
debajo de ella un suspiro.
Tierras azabache de aspecto mortecino,
que un arrendatario cedió a un peregrino,
el cual presto partió a tierras frías,
cogiendo el tren con una caminar decidida,
desapareció en la casta y tupida niebla
                    de la noche.

Una rama, un brote verde entre mortandad,
un hilo de albahaca, verde el tallo del alhelí.
Aquella insulsa Huerta despertaba de la tempestad,
y, poco a poco, la majestuosidad
de tiempos pasados asomaba golpeando
una puerta que, día tras día
su vejez va tapando,
cubriendo su aspecto gris,
pues la entrada ya recupera
              su vigor.

El florecimiento pues, de las amapolas,
de bellos tonos rojos en los límites
de una Huerta que, una vez fue moridero.

Con candado en el último baúl del desván,
ese que no toca nadie, salvo un ingenuo patán
A quien el Otoño colmó de dolores.

Ahí guardadas sus penas decoloran,
al tiempo que las arañas decoran
sus cuatro lados con telas blancas,
en su interior, pálida, sin vida,
se consume una orquídea.

El verano, ahí me detuve,
ahí mi tiempo conoció alegría,
el Sol con mimo trataba mi piel,
me abrazaba con su calor
cuando a sus faldas, yo dormía.

La suerte de los animales,
que en el frío norte sosteníanse,
sonrió pues el verano,
aunque recio, tranquilo,
aunque seco, pasivo,
aunque penetrante, vívido.

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